Queridxs lectorxs míxs,
Este libro llevaba persiguiéndome desde hacía meses. Me lo topaba en cada tienda donde vendieran libros. Amigxs, tenemos que escuchar a la vida, así que por ella estoy aquí y ahora. Jenkins realiza una recopilación de la vida criminal de seis de las mujeres más famosas de la historia y de las que tienen más chicha de la que sacar un libro. Nos cuenta sus vidas y sus fechorías, las cuales vais a ver, muchas veces superan la ficción.
– Madame Rachel
Comencemos por el principio, el caso de Sarah Rachel Leverson, aka la estafadora de cosméticos. A través de la historia del maquillaje, Jenkins nos hace reflexionar sobre cómo han cambiado las cosas en la sociedad. Porque en su más tierna infancia, los cosméticos se consideraron algo positivo (hablamos de época romana). Pero después, a partir del XVIII, empezó a tener matices sexuales. Es decir las mujeres que se veían obligadas a prostituirse, la gente del circo, los actores y actrices… toda la chusma de la sociedad de la época, utilizaba maquillaje. Empezó a estar mal visto por muchísimos HOMBRES. Sorprendente, ¿verdad? ¿Alguna vez dejarán de dar vela en entierros a los que nadie les ha invitado? En fin, mis queridxs, las mujeres continuaron maquillándose a pesar de las críticas.
«(…) pero su aprobación [de los hombres] del maquillaje no solo resulta evidente a juzgar por el tipo de mujeres con las que les gusta ser vistos, sino que puede darse por supuesto: en una sociedad compuesta por muchas más mujeres que hombres, no cabe pensar que ellas fueran a adoptar una práctica que les resultase desagradable a ellos. Este cambio en la postura de los hombres es probablemente una de las consecuencias de la emancipación de las mujeres. La mayoría de los primeros, por muy a favor que se muestren desde un punto de vista intelectual, se sienten emocionalmente espantados por el feminismo, e interpretan el uso de abundante maquillaje como un gesto complaciente en sentido contrario. Ahora que se ha adoptado como algo común, infinidad de mujeres lo utilizan de forma natural (…)».
Una servidora siempre había considerado que el maquillaje era un instrumento de opresión para las mujeres, porque se nos exige lucir perfectas siempre. Pero en esos tiempos fue una forma de empoderarse, de levantarse contra las normas sociales. Resulta muy curioso analizar con perspectiva esta evolución de pensamiento.
Hablemos ahora de Madame Rachel y su increíble inteligencia para ganarse la vida, y que no les faltase de nada a sus hijas. Casada tres veces, con maridos que acababan desapareciendo en extrañas circunstancias; con una capacidad intelectual superior a la media, a pesar de ser analfabeta; y una geta enorme, se llevó el dinero de la alta sociedad londinense.
Porque sí amigxs, las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan. Y ésta tenía para vivir en Maddox Street, pagar clases de canto a sus retoñas, alquilar una temporada entera un palco en el teatro y tener su propio negocio en el número 47a de New Bond Street.
Se dejaba los lereles a costa de engañar a las ricas, ¿no es maravillosa nuestra Robin Hood? Aunque el incidente en el que arruina a una pobre viuda hasta meterla en la cárcel, es un poco contradictorio al comentario anterior.
Tres veces ingresó en prisión (cinco años cada vez), dos veces fue liberada y, a pesar de ser objeto continuo de burlas públicas que se utilizaban incluso en novelas; restauró su negocio en ambas ocasiones. No se sabe que habría hecho a la tercera, ya que murió antes de que le diera tiempo a obtener la condicional.
Jenkins señala que
«lo interesante de su carrera no es que fuera alcahueta en algún momento o estafadora todo el tiempo, sino su extraordinaria habilidad para anticiparse en más de medio siglo a los métodos publicitarios modernos (…). Su infalible olfato para las debilidades, los miedos y los deseos de una gran parte de la humanidad, su percepción instintiva de cómo reaccionaría la mente bajo la influencia de estos sentimientos, solo era igualado por su genio comercial, que le decía que podía vender agua de bomba como una esencia preciosa si cobraba lo suficiente por ella (…)».
– Alice Perrers
Alice Perrers o la ‘querida’ de Eduardo III, una mujer de baja alcurnia que fue ascendiendo saben los dioses cómo, hasta acabar siendo dama de compañía de la esposa del rey. Tras la muerte de ésta, se postuló como su amante oficial en todo el reino.
«Hechizó al rey de forma que este le permitió decidir sobre las guerras y los asuntos más importantes del reino«.
No solo aceptaba los regalos de Eduardo, sino que saqueaba todo lo que se le ponía delante, directa o indirectamente. Su dominio fue tal que llegó a tener propiedades, a formar parte de asociaciones (algo a lo que solo tenían derecho los hombres); a inmiscuirse en los asuntos judiciales susurrándole, literalmente, al juez lo que tenía que decir… etc.
«Su impúdica insolencia llegó a tal extremo, que, cuando se celebraba un juicio en el que ella tenía interés económico, se presentaba en Westminster Hall y se sentaba al lado del juez, un ejemplo de desvergüenza del poder que tal vez no haya sido superado nunca. Desde esta posición privilegiada, instruía al juez sobre el veredicto que debía emitir, y los jueces, temiendo disgustar al rey, para ser más exactos, a la ramera, rara vez osaban pronunciarse en contra de lo que ella dictaminaba«.
Fue temida y odiada por todos, al ejercer una enorme influencia en las decisiones del rey. Ya sabéis lo mucho que les gusta a los hombres que las mujeres tengan más poder que ellos.
«Es muy interesante observar que (…) presentaron una acusación de magia negra. No acertaban a encontrar otra explicación más racional al ascendiente de Alice Perrers sobre el rey más grande de la cristiandad«.
Su roñosidad llegó al punto de arrancarle los anillos de los dedos al rey, en su lecho de muerte; y escapar una vez dobló servilleta.
– Lady Ivie
«Su padre le había dicho, sin andarse con rodeos, que, si no se casaba con Ivie, la echaría de casa. ¿Acaso tenía que casarse por dinero con un hombre que casi le doblaba la edad, y por el que no sentía ni una pizca de afecto, y luego no aprovecharse de ese dinero? Por supuesto que no. No era de las que sufren en silencio sin esperar nada a cambio«.
La falsificadora Lady Theodosia Ivie, hija de un médico, de extrema belleza, capaz de meter en la cárcel a su propia dama de compañía y de denunciar a su marido (dos veces) porque no hacía lo que ella quería. Una fantasía de mujer. Tanto ella como su tía que le decía ‘ole, ole’ y le tocaba las palmas cada vez que se metía en berenjenales.
«No puede negarse que el señor Ivie fue generoso. <Cuando me casé con ella -se lamentó-, puse mi fortuna a sus pies>, y ella se aprovechó con tanta avidez que Ivie, en su escrito, se abstiene de hacer recuento detallado de lo que le compró y le permitió comprar, pues temía, según dijo, ser tildado de lo que era: un necio«.
Solo llevaba ocho meses casada con Thomas Ivie, cuando le arrampló 70.000 libras, y le puso tres demandas. Además de la cantidad de joyas que le regaló en el cortejo previo al matrimonio.
Tras su muerte se volvió a casar varias veces, pero siempre conservó el apellido Ivie, debe ser que le cogió cariño. Esta señora se dedicó a manipular a hombres para que falsificasen documentos que le daban derechos de arrendamiento sobre propiedades.
Fue llevaba a juicio en dos ocasiones, la primera, a cargo del barón Jeffreys, que falló en su contra; pero la segunda, con Edward Herbert al mando, falló a su favor.
«La despreocupación con la que se habían hecho las falsificaciones era tal que incluso Jeffreys se quedó perplejo (…). Si había un ser humano capaz de poner a Theodosia en su sitio, era el barón Jeffreys; y, si alguna vez ha habido una acusada en el banquillo capaz de plantar cara al presidente del tribunal, seguramente habría sido la autodenominada lady Ivie».
Aún con todo,
«Honró al sexo femenino cuando se negó a casarse con el detestable borrachín que le vomitó en el regazo, y aunque lo macabro de algunos de sus actos nos la presenta bajo una luz más siniestra que cómica, se aprecia cierta vitalidad, incluso regocijo, en el historial de sus hazañas. El señor Neale la describió como <famosa por su belleza e ingenio y, en el ámbito de la ley, más astuta que nadie>«.
– Frances Howard
Amante de hombres, desde los quince años cautivó a toda la corte con su impresionante belleza externa e interna. Rubia, ojos grises, afable, correcta en las formas, disfrutadora de ser admirada… Fue irresistible para el príncipe de Gales, Enrique, y para el conde Robert Carr.
La obligaron a casarse a los trece años con Robert Devereux, conde de Essex y el tío más aburrido del mundo, casi nunca estaba en casa. Lo sé, es una sorpresa total, ¿verdad? Viendo el panorama de esta muchacha llena de vida, ¿debemos culparla por buscar un poco de diversión?
La trágica vuelta del conde de Essex trajo de cabeza a estos jóvenes Romeo y Julieta, que ya no podían verse a menudo. Frances, en su desesperación, decidió recurrir al ocultismo, o mejor dicho, a la señora Anne Turner.
Ella le proporcionaba una serie de remedios que, claramente, eran un sacacorchos, pero en los que Frances confiaba plenamente. Y es que, ¿quién no se ha dejado llevar alguna vez en su adolescencia por estas fantasías curativas?
«Querida señora Turner, he desistido de esperar cualquier bien de este mundo, pues mi padre, mi madre y mi hermano me han dicho que debo yacer con él, y mi hermano Howard dice que no se irá de aqui en todo el invierno, así que no me queda ningún consuelo; y, lo que es peor, mi señor se ha quejado de que no ha yacido conmigo, pero yo nunca permitiría que me utilizara. Mis padres están enfadados, pero preferiría morir mil veces, pues, además de los sufrimientos, perderé su amor [el de Carr]; nunca desearé volver a ver su rostro [el de Carr] Si mi señor me hace lo que quiere (…)».
En línea con esto, estaba el Marx de Engels, Thomas Overbury, la cabeza pensante de Carr. Se encargaba de todas las decisiones importantes que aburrían a Carr, mientras que éste, era ‘el guapo’. Por decir algo. Overbury estaba muy en contra de Frances y de su posible matrimonio con Carr.
Ah, ¿no lo he dicho? Opsi. Essex y Frances se acabaron divorciando a los dieciocho. Así que sí, nuestro apuesto y valeroso caballero (y nada más), tenía vía libre. Pero volvamos a Overbury. Este muchacho, sospecho, estaba enamorado de Carr porque siempre le decía que esa mujer no le convenía (él mismo había redactado las cartas que Carr le enviaba a Frances en su cortejo). La obsesión llegaba al punto de esperarle despierto cuando volvía de fiesta y echarle en cara que había estado con ella. Si eso no es amor, que venga Afrodita y lo vea.
El caso es que este señor era un tocahuevos de los buenos, y claro, empezó a estorbar. Consiguieron arrestarle y encerrarlo en la Bloody Tower. Allí ya se ocuparía la señorita Howard de que no volviese a ver la luz del sol.
«Overbury la había llamado vil, infame y ramera, así que mandó llamar a la señora Turner y vertió un torrente de indignados insultos contra él, tan feroces que, al parecer, culminaron en un ataque de llanto histérico (…). La condesa determinó que Overbury tenía que morir; y una determinación como la suya podía lograr casi cualquier cosa«.
Sí, lo mató. En realidad estuvo más de cinco meses envenenandolo con ayuda de varias personas, que le llevaban comida y bebida, aderezadas con arsénico rojo, blanco y un poquito de mercurio. De poco a poco se lo fue cargando. Él, que no era tonto, acabó dándose cuenta.
«¿Es este el fruto de cuidaros y quereros? ¿Es el fruto de compartir secretos y peligros? (…). A pesar de mi sufrimiento, fuisteis a ver a vuestra amada, os rizasteis el pelo con más esmero que nunca y pusisteis el cuidado de siempre en el adorno y la vestimenta… Tratasteis a diario con mis enemigos sin intención de beneficiarme; me enviasteis diecinueve planes para conseguir mi libertad y otras tantas promesas de llevarlos a cabo, para luego, al comienzo de la semana siguiente, justificar su fracaso con alguna excusa frívola y marcharos de la ciudad; y toda esta mala naturaleza me la muestra un hombre a quien la conciencia le dice que confiar en él fue lo que me trajo aquí (…). En qué condiciones os encontré la primera vez, en qué condiciones os encontré cuando llegué aquí […] cuántos peligros he corrido por vos […] cuántos secretos hemos compartido; y, por último, cómo, al enamoraros de esa mujer, cuando ya la habíais conquistado con mis cartas y habíais superado las dificultades, empezásteis a escribir vuestras propias cartas para asuntos triviales, y después no hicisteis más que negar mi ayuda, ocultarme información y jugar conmigo a vuestro antojo […]. Pues me prometisteis que viviría con vos en la corte, que era vuestro amigo (…). De modo que, si insistis en tratarme con tanta maldad, tened por seguro que, viva yo o muera, vuestra naturaleza perversa será recordada siempre y seréis conocido como el hombre más abyecto que haya pisado la tierra«.
Fiu, that was intense. Con el camino libre de Overburys, Carr y Frances acabaron casándose. El rey les otorgó el título de Condes de Somerset, que es como se les conoce actualmente. Eran la pareja más adinerada (y la más despiadada) del reino, después del propio rey Jacobo I, por supuesto.
Sin embargo, lo que fácil viene, fácil se va. El juez/abogado sir Edward Coke se obsesionó con el caso, y acabó pillando a nuestros Bonnie y Clyde. Primero colgaron a todos los que habían participado en el envenenamiento de Overbury, incluida la señora Turner. Después las pruebas apuntaron a la embarazada condesa de Somerset y a su marido. Ella se declaró culpable y él no tanto. Como tenían contactos con Jacobo I, acabaron en la Torre de Londres con su hija, durante once años. Descubrieron que no se querían tanto como pensaban, así que convivieron cortésmente hasta que les trasladaron a una casita con ayuda del rey. Allí murió ella. Carr, sin embargo, duró lo suficiente como para casar a su hija con el amor de su vida. Por cierto, PLOT TWIST: Jacobo y Carr mantuvieron relaciones amorosas, y no dejaron de verse hasta el final. ¡Qué trágico!
Os estaréis preguntando, ¿qué fue de la hija de ambos?
Lady Anne Carr, considerada también el diamante de la temporada, se casó con William Russell, conde de Bedford. Residieron en Woburn Abbey y tuvieron ocho hijos. Curioso que reciba el mismo nombre que la señora Turner, ¿verdad? Se ve que gozaron de un matrimonio feliz.
– Jane «Jenny» Webb
Qué adorables son los críos de catorce años, ¿verdad? Sobre todo cuando se escapan con sus amados hasta que éstos son atrapados. Jane «Jenny» Webb, nuestra infame carterista, logró fugarse sin molestarse en ayudar a su compañero. Cogió el dinero y continuó su camino hacia Londres desde Irlanda, mientras su amado era condenado a la horca.
Ann Murphy, la acogió, y no solo le instruyó en el arte de la costura sino también del carterismo. Porque claro, las ventas no iban bien y había que comer de algo. Lo que no sabía es que en poco tiempo, la niña sería la que empezaría a darles lecciones. La maestría, versatilidad y capacidad de adaptación a los diferentes ambientes, le valieron el puesto de Thomas Shelby en su propio grupo de Peaky Blinders.
Robaba hasta en misa, utilizando brazos postizos y una almohada para que pareciera una pobre joven embarazada. Mientras sus manos de verdad se dedicaban a meterse en los bolsillos ajenos.
«Tan deslumbrados y encantados estaban con su audacia y sus éxitos que la eligieron por unanimidad como la líder, la organizadora del trabajo y la administradora de los repartos«.
Como todas las criminales que hemos visto anteriormente, igual que subió como la espuma, bajó de golpe. La pillaron robando carteras y fue encerrada en Newgate, condenada a la repatriación.
Después de dar un largo rodeo mundial, que incluyó regentar su propia taberna, experimentar para sacar oro de monedas y tener una hija con un yogurín; volvió a Londres, su perdición. Trató de ayudar a uno de sus cómplices en el robo a una niña en Mansion House y le costó la vida. Literalmente les ahorcaron.
«(…) la adornaban algunas cualidades que son poco frecuentes incluso entre las personas respetables. A los catorce años envió las pertenencias prometidas a su joven compañero cuando podría habérselas quedado, y fue el mismo espíritu el que la llevó a arriesgar su vida para salvar a su despreciable compinche y, a pesar de su propia condena, defender con tanta vehemencia la inocencia de su compañera que la sentencia de Elizabeth Davies fue conmutada por la deportación. Decente y bondadosa, serena, alegre y elegante, era en muchos aspectos una persona admirable; y debía de ser una compañía encantadora, siempre y cuando uno hubiera dejado el dinero en casa«.
– El Misterio de Balham
El misterio que llevó a Jenkins a escribir una novela inspirada exclusivamente en estos hechos, parece sacada de una de Agatha Christie. Amoríos, bodas, enfermedades, adulterio, ¡asesinato! Dramático.
Florence fue la amante del anciano doctor Gully, tras quedarse viuda. Se veían a escondidas lo que le llevó a ser repudiada por su familia, teniendo a la señora Cox como única confidente (la criada que le llevaba la casa). A pesar de todo y por casualidad, conoció al joven abogado Charles Bravo. Otro gilipollas de manual que, como él mismo decía, solo se casaba por el dinero.
El caso es que este señor fue envenenado, tal y como declararon los nueve médicos que le diagnosticaron, pero jamás se llegó a saber quién lo hizo ni por qué. Se sospecha de la señora Cox, a quien Florence le habría contado sus movidas con Charles. Además, él quería hacer recortes salariales que perjudicarían a Cox y a sus hijos. Teniendo en cuenta que tras el segundo juicio, su estrecha amistad con Florence se quebró te hace pensar si fue porque se enteró del percal y la mandó a tomar aire fresco a su Jamaica natal. La señora Bravo, según cuenta casi todo el mundo, no era una mala persona, tenía carácter y terquedad pero no como para matar a su ‘Charlie’.
Lo mejor de todo es que metieron al doctor Gully en el percal. Con setenta años, uno ya no está para esos trotes. Total, que le tocó declarar ante el juez, y al saberse que se había liado con una mujer más joven que él, estando casado; su legado y su reputación se fueron a recoger tomillo al campo. No hay una resolución oficial, pero los abogados, jueces, fiscales… tenían sus teorías. Solo os diré que (se dice) el veneno es siempre arma de mujer…
A modo de conclusión, podemos decir que Seis mujeres criminales es un libro fascinante por los datos curiosos y las referencias bibliográficas que aporta la autora. No hay página en la que no te rías o acabes con la boca abierta. Un libro imprescindible para los amantes del misterio y la investigación.
Bibliografía
- https://collections.libraries.indiana.edu/lilly/exhibitions/exhibits/show/offthepedestal/item/1883
- https://historicengland.org.uk/listing/the-list/list-entry/1224394
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